Fotografía tomada de facebook.

15 de junio de 2021

Por: Pbro. Manuel Gregorio Paternina Álvarez

Apartadó, Antioquia

 

Me circunda, a la breve distancia de las sombras de una noche, el espectro misterioso del padre Luis Alberto Domicó Domicó, rodeado de un halo salpicado de fulgores, índices discretos que revelan claves básicas para descifrar su modus vivendi atípico en medio de las estructuras milenarias de la Iglesia Católica, donde por más de veinte años se deslizó su ministerio presbiteral, hasta ayer cuando levó anclas para nunca más volver, pues su destino es ahora la Patria Celeste.

Estuvo sentado en las aulas académicas del seminario mayor Santa María de la Antigua del Darién, de la diócesis de Apartadó, cuando regresé de Roma a enseñar teología. Allí bebía la espiritualidad universal de los pueblos de la biblia, de seguro confrontándola de seguido con las ancestrales cosmovisiones aborígenes que no quiso tocar la Madre Laura en su natal Dabeiba. Tal vez por eso no brillaba. Era que se sumergía en su ensimismamiento tratando de dilucidar un modo nuevo de ser creyente en el universo ecléctico al que ya se asomaba desde hacía tiempos.

Ordenado sacerdote, mantuvo esa actitud característica en la que nunca supe cuál era el acervo de su haber intelectual. Jamás luchó contra la plataforma pastoral del quehacer diocesano. Pero tampoco se amoldó pasivamente a su marcha. Aunque no era una rueda suelta, se diría que su brújula señalaba otros rumbos. Las tantas comunidades indígenas que embellecen nuestra geografía física y humana, no lo reclamaron para sí cual propiedad privada. Más siempre se gozaron de su presencia cuando ejercía entre ellas los servicios pastorales.

Mientras avanza fresca la mañana del día después, un torbellino de cavilaciones atormenta mi raciocinio hasta el punto de obligarme a darles formas literales a estos pensamientos acuciantes sobre la vida y ministerio del padre Domicó.

Fulgura majestuosa la estela que demarcó su paso entre nosotros evidenciando aquello en lo que era único: Su capacidad de organizar misiones en los tiempos fuertes (así se denominan en la Iglesia los períodos de Navidad y Pascua), logrando abarcar toda la jurisdicción de su territorio parroquial, dos de los cuales tuve el privilegio de atender después de su administración: Santísima Trinidad de El Tres y Santa Teresita del Niño Jesús de Pueblo Bello. Ejemplar e inigualable, siempre me inducían las evidencias a tomar prestada una expresión anecdótica del mítico padre Zapata: “¿Cómo harán, que yo no puedo?”

No lo vimos aturdido, ni agobiado, ni molesto.

Aunque siempre tuvo motivos para estarlo, dada la fogosidad de nuestro clero cosmopolita por la diversidad nutrida de presencias sacerdotales que lo adornan.

Su aspecto enigmático en el sentido de reflejar armonía interior en medio de tensiones, me evocaba los versos de Guillermo Valencia en Los Camellos:

“Y ya sus ojos quema la fiebre del tormento;

Tal vez leyeron, sabios, borroso jeroglífico

Perdido entre las ruinas de infausto monumento.”

Porque su fisonomía permanente delataba una mente reflexiva que veía más allá sin develar lo aprehendido, igual que el timbre de su voz que apenas sugería algún disenso con sus interlocutores.

Un enigma el hecho constante de no imponer a su etnia los cánones clásicos de la fe cristiana. Cuando me acompañaba a la comunidad Volcán Dokera de El Tres, era uno más entre ellos y hasta me alcahuateaba recibiéndome a hurtadillas trozos de iguana asada que mis infundados prejuicios culturales me impedían ingerir.

Humilde en el trato, no soportó la soberbia estadinense cuando fue becado para estudiar antropología en las prestigiosas universidades del imperio fagocitario del Norte.

Cálida amistad similar a los libros que siempre están allí, esperando que los abramos para derramar su contenido sin el más mínimo celaje de reproche.

Indómito hasta con las enfermedades que padeció inalterable de ánimo, puede ahora confesar que ha vivido y vive envuelto en el aura mística de los Emberá, pues ya lo decía Porfirio Barba Jacob en su poesía Futuro:

«Era una llama al viento

Y el viento la apagó.»

Se fue el levita sui géneris que pasó desapercibido, la mayoría de las veces, sembrando antorchas de amor por doquier.

Con Julio Flórez en Apoteosis:

“Allá te veo; allá miro tus huellas

como un surco formado con estrellas.

Allá te miro con tus mismas galas;

quizá por eso, alegres los querubes

barrieron los encajes de las nubes

con los blancos plumones de sus alas.”

Aninzeraula.